Ella, de baja estatura y menudita, abría los ojos sorprendida. Estaba impactada por el personaje que tenía enfrente.
Las manos, y
el cuerpo completo, de Gabriela Franco temblaban visiblemente.
Mientras
enfocaba la lente de la cámara fotográfica para encuadrar la imagen, sus dedos
se movían como resultado de la inquietud que le provocaba los desparpajados
comentarios de quien posaba.
Frente a
ella estaba la figura de una persona arrogante. Altivo.
La turbación
aumentó cuando, sin esperarlo, él giró para adoptar una postura que lo
engalanaba y le ordenó: Que las fotos sean de este ángulo. El otro no me favorece.
La chica
corrigió la toma y apretó el obturador.
Sobre la
cara de la figura, caía un mechón de cabellos rubios, combinados con pelambre
entrecano. Brillaban por su ausencia los bucles, porque todos eran lacios.
En la mano izquierda,
él llevaba una pulsera de cuero. Era la que más movía para dar indicaciones y
establecer las condiciones.
Para romper
la tensión que prevalecía en el ambiente, el entrevistador lanzó el comentario:
Maestro, ¿es
cierto lo que se comenta de su impacto con el sexo femenino?.
Vino la
respuesta inmediata. Sin titubeos ni intervalos. Fue una reacción felina:
Dicen que
soy irresistible.
Pero, en
verdad, ¿es tanto su pegue?.
¿Lo duda?,
fue la respuesta que más bien parecía un reto.
Sin dar
tiempo a una contestación, agregó:
Tengo mucha
suerte con las damas. Ellas, de las que me reservo los nombres porque suman
cientos, pueden dejar constancia. Nadie mejor que las interesadas.
A manera de broma,
de chascarrillo ligero para no sonar ofensivo o incomodar a la celebridad, se
deslizó la interrogante:
Entonces, ¿la
que no haya quedado satisfecha o complacida puede presentar una queja en la
Procuraduría del Consumidor?.
Sin meditarlo,
él volteó bruscamente y sentenció:
¡Nunca
vuelva a repetir esa frase!.
En el
momento, ahora fue el que escribe, surgió el desconcierto. Se hizo presente un
vacío y el temor de que la estrella estuviera ofendida.
De aquí en
adelante, puntualizó, esa frase es mía. Se la voy a plagiar. Será mi lema en
las próximas batallas.
Y reforzó: Por
eso no quiero que la repita. Ya es totalmente mía.
Las paredes
de la estancia, donde tenía lugar la conversación, estaban saturadas de
pinturas. Cuadros propios y de celebridades. Entre ellas Siqueiros, Miró,
Chapa, Coronel y más, muchos más.
Sobre la
mesa de centro y en otros sitios, esculturas y figuras de metal, granito, mármol,
yadro, cerámica y diversos materiales más.
La casa
completa era una bodega de obras pictóricas y escultóricas, además de una
extensa biblioteca.
Ubicada en el
corazón del suburbio de San Angel. Una construcción, que dijo él, era un diseño
surgido de su ingenio. Y vaya que lo tenía de sobra.
A unas cuantas
calles vivía el maestro Rufino Tamayo, el pintor oaxaqueño que revolucionó el
arte mexicano. Ese artista plástico nacido el 25 de agosto de 1899, en cuya
obra estaba mezclada la tradición y vanguardia.
Uno de los
pintores mexicanos más reconocidos a nivel mundial, el que conjugó su herencia
mexicana y el arte prehispánico con las vanguardias internacionales, en piezas
marcadas por el color, la perspectiva, la armonía y la textura.
El mismo que
en sus lienzos plasmó como figura central un poema de José Juan Tablada:
¡Del verano,
roja y fría
Carcajada,
Rebanada,
De sandía!.
Justo el
ilustre entrevistado que dio origen a este relato, también fue pintor,
dibujante, escritor, grabador, escultor e ilustrador mexicano.
Conocido
como el “niño terrible” (enfant terrible) de la pintura en México, y tuvo
también el apodo del “Gato Macho”.
Un genio que
aprendió a explotar su imagen pública como macho, seductor de mujeres y enorme
exponente de la vanidad y el narcisismo que le llevó a fotografiarse día tras
día hasta reunir una colección, según afirmaciones de él, de más de un millón
de gráficas.
El maestro
José Luis Cuevas.
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