EL ENVOLTORIO de papel estraza que lleva entre las manos, es grasoso.
Tanto, que mancha la camisola de color beige con rayas cafés
en los costados de los brazos.
Pero el incidente no
es motivo para que el hombre de diminuta figura interrumpa su apresurado paso.
Apenas y alcanza el
1.50 de estatura. Escasas las carnes de su físico, amplia la frente que deja
ver una prolongada calvicie.
Sobre ese extenso espacio, ruedan pequeñas gotas de sudor.
La inclemencia de la temperatura es tal que moja las axilas del semejante que
se desliza con prontitud.
Hermano, exclama,
traje un kilito de barbacoa para que echemos taco. Las tortillas están
calientitas, vamos a darle antes de que se enfríen.
Las exclamaciones y las actitudes son tan cálidas, que no
permiten reparar en la temperatura que ronda los 38 grados.
Marcos Efrén, porque
ese es su nombre, está vestido de policía. Más bien, es agente de tránsito en
Cuautla, Morelos.
Sin grandes pretensiones, coloca el pequeño bulto sobre el
cofre de un auto ahí estacionado. Y toma un chile cuaresmeño, en vinagre, para
darle la primera mordida.
La vida, hermano, nos
lleva por caminos que nos permiten dar lo que llevamos dentro. Hoy no tengo
mucho que ofrecerte, pero éntrale a los tacos. Ah, déjame voy por unos
refrescos.
Y sin dar tiempo a que podamos reaccionar, emprende la
retirada para en poco tiempo regresar con dos botellas mojadas por el hielo.
Marcos Efrén, porque
ya lo dije ese es su nombre, se apellida Zariñana. Un apelativo que no dice
mucho, porque es su apodo el que le da prestigio. La gente lo conoce como “La
Pulga”.
El mismo que el 19 de septiembre de 1985, se convirtió en
figura. Después del intenso terremoto salvó a 27 personas atrapadas en
escombros de aquella derruida capital mexicana.
Un rescatista que por su heroicidad tuvo el privilegio de
estar trepado, él así lo dice, en un carro alegórico junto a figuras como Hugo
Sánchez y Fernando “El Toro” Valenzuela. Era el 20 de noviembre del mismo año
de la tragedia.
Marcos Efrén, insisto
que así se llama, también es maratonista.
Pero no fue su mérito deportivo lo que llevó a ser vitoreado
por la multitud, sino haber arañado las entrañas de la tierra para salvar la
vida de sus semejantes.
Pudimos aplaudirle y ovacionarlo durante un par de
maratones. Pero un día, juntos, acabamos con la carne de borrego.
En el intercambio de impresiones, “La Pulga” (quien corrige:
hermano no me llames por mi nombre), abrevia:
Escuchar los quejidos de la gente. Saber que ahí estaban
sepultados, que era posible sacarlos a la superficie, que regresarían a ver a
su familia, era el motor que me movía.
Ahora veme hermano,
detalla, soy la autoridad. Mira mi charola y mi uniforme (el mismo manchado por
el manjar que nos ofrece) puedo seguir sirviendo a mi prójimo.
La aparición de “La Pulga” entre los escombros del terremoto,
fue casual. Había llegado al Distrito Federal procedente del estado de Morelos
para recoger su kid de corredor para el maratón que estaba próximo a
realizarse.
Dios, dice el diminuto hombrecillo que
salvó la vida y
liberó de los escombros a esos 27 sobrevivientes, me puso en el lugar correcto.
Marcos Efrén, creo que ya les he repetido que así se llama,
no es un ser humano pretensioso. Derrocha humildad. Es generoso cada que se
presenta la oportunidad.
P.D. En la actualidad
(agosto de 2020), La Pulga tiene 75 años de edad. Las rodillas destrozadas por
el esfuerzo de correr los maratones y usa un aparato auditivo que está dañado y
no cuenta con recursos para su reparación.
“La Pulga”, Marcos Efrén Zariñana, nunca fue estridente ni
altanero. Tampoco arrogante o vanidoso.
Es más ni siquiera tuvo tiempo, o no quiso dárselo, para
hacer de su hazaña un motivo para treparse en el pedestal de la jactancia.
Siempre ha caminado
con el recuerdo de aquella tragedia que enlutó a México, con la mayor de las
discreciones.
Tiene presente que fue una oportunidad que le cayó del
cielo, para hacer posible que 27 hogares no tuvieran que vivir un luto que
parecía inevitable.
Lleva presente haber servido y, seguro, con las limitaciones
que ahora enfrenta, repetiría servir a sus semejantes.
La insolencia no cabe
en su equipaje.
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