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domingo, 27 de agosto de 2023

BOSQUEJO HISTÓRICO // Rafael Urista de Hoyos

DECIMO SEPTIMO PRESIDENTE DE MÉXICO

MANUEL DE LA PEÑA Y PEÑA

Presidente substituto:  sept. 16 a nov. 11 – 1847

   


                                      
Enero 8 a junio 2 – 1848

Ocupado el Castillo de Chapultepec por los invasores yanquis, inmediatamente el general Scott hizo avanzar sobre México dos columnas, una al mando del general Worth sobre las calzadas de La Verónica y San Cosme, y otra al mando del general Quitman por la calzada de Belem.  La garita de este nombre fue cobardemente abandonada por el general Terrés, en tanto que la de San Cosme fue valientemente defendida por el general Rangel, aunque también al fin la ocupó el enemigo.

  Con la toma de las garitas, puede decirse que cesó la resistencia.  El mayor desaliento reinaba; por lo que Santa Anna, impelido por su naturaleza, como siempre decidió huir marchando precipitadamente con rumbo a Puebla, deteniéndose en la Villa de Guadalupe, y dejando el Ayuntamiento para que demandara garantías a los vencedores.

  Aunque Santa Anna designó personas que se encargaran del Poder Ejecutivo, sus órdenes no fueron obedecidas, sino que el licenciado don Manuel de la Peña y Peña, por ministerio de ley, como Presidente de la Suprema Corte de Justicia, se hizo cargo de la Presidencia de la República, marchando a Querétaro, declarada provisionalmente capital de la República, a establecer su gobierno.  El Ayuntamiento de la ciudad de México hizo entrega del Palacio Nacional a los invasores yanquis,

  La situación era verdaderamente desesperada: algunos Estados tendían a segregarse, otros desobedecían abiertamente al gobierno, negándole toda clase de auxilios.  Michoacán reasumía su soberanía como primer paso para la segregación;  Yucatán continuaba vergonzosamente neutral;  Sinaloa y otros lugares en revolución contra el gobierno federal;  en todo el país apenas había ocho mil hombres de tropas federales, faltos de municiones, armamento y recursos, en tanto que los angloamericanos tenían ocupado una gran parte del país y bloqueados sus puertos, con cuarenta mil hombres sobre las armas.

  Aprovechando la buena voluntad del plenipotenciario estadounidense, Mr. Nicholas P. Trist, y del mismo general Scott, que temerosos de que el país cayera en la más completa anarquía, procuraban de celebrar un tratado de paz a la mayor brevedad.  El gobierno mexicano, con el Presidente Peña y Peña al frente, nombró plenipotenciarios a los licenciados don José Bernardo Couto y a don Luis G. Cuevas, y don Miguel Atristáin y por los Estados Unidos ya estaba puestísimo Mr. Trist.

  Después de largas discusiones, aunque dentro de un ambiente de cordialidad, la representación de ambos países llego a un acuerdo y por fin se firmó el tratado de paz entre México y los Estados Unidos en la Villa de Guadalupe Hidalgo el 2 de febrero de 1848.

  Por él nuestro país fue despojado por los miserables y cobardes angloamericanos, no sólo Texas con sus límites hasta el Río Bravo, sino también Nuevo México y la Alta California, o sea, una extensión de más de dos millones cuatrocientos mil kilómetros cuadrados, es decir, más de la mitad de nuestro territorio.  México recibía en cambio la miserable cantidad de quince millones de dólares; como dato adicional asentaremos que de la suma ofrecida sólo se entregaron inicialmente tres millones, y el resto se pagaría a razón de tres millones por año.

  Los negociadores mexicanos sólo pudieron resistir las exigencias de ceder la Baja California y otorgar el derecho de libra tránsito a los Estados Unidos por el istmo de Tehuantepec, algo muy valioso en la época en que aun no existía el canal de Panamá, y la cancelación de los dos millones de dólares que presumiblemente como parte de as reclamaciones fraguadas e inventadas por el anterior presidente yanqui el esclavista Andrew Jackson;  un consuelo muy pobre para una guerra en que se perdió todo, especialmente el honor de los políticos y los militares del país.

  El gobierno estadounidense empleó en la guerra veintisiete mil hombres del ejército regular, más setenta y un mil trescientos voluntarios, dando un total de noventa y nueve mil hombres; las pérdidas por muerte en combate y otras causas no bajaron de treinta y cinco mil; se emplearon además tres mil carros, doscientos cañones, otros tantos barcos y ciento sesenta y cinco mil millones de dólares.

  A pesar de ello, la guerra contra México fue un brillante negocio preparado por los Estados Unidos, desde que México se hizo independiente;  pues las magnificas tierras de Texas, Nuevo México y California, sus puertos en ambos océanos, los placeres de oro y petróleo de allí a poco descubiertos, y todas las valiosas preciosidades incalculables que se encuentran en las entrañas de los terrenos que se enajenaron por medio de la fuerza, así como la explotación de bosques y ríos, y en general el aumento de su territorio al doble, que hizo que se convirtiera al paso del tiempo en el país más poderoso del mundo, compensó con grandísimas creces el gasto en hombres y dinero para realizar el roba más grande y espectacular, a la par que cobarde, que registran los anales de la historia del mundo.

  Henry Clay, uno de los grandes pensadores políticos estadounidenses, hizo un comentario en la Cámara de Representantes que en pocas palabras ilustra fielmente la agresión angloamericana contra México: 

“Hay crímenes que por su enormidad rayan en lo sublime: la toma de territorios mexicanos por nuestros compatriotas tiene derecho a ese honor.  Los tiempos modernos no ofrecen ejemplo de rapiña cometida en tan grande escala”.

  Por su parte el general Ulysses Simpson Grant, un destacado oficial bajo las órdenes de Winfield Scott en la campaña militar contra México y que después sería el gran triunfador junto con Abraham Lincoln en la guerra civil angloamericana; y finalmente Presidente de los Estados Unidos de 1869 a 1877 en sus memorias, publicadas en 1885, confiesa:

“Yo no creo que jamás haya habido una guerra más injusta que la que los Estados Unidos le hicieron a México.  Me avergüenzo de mi país al recordar aquella invasión. Nunca me he perdonado haber participado en ella”.

  Aprobados los tratados, abandonó la Presidencia don Manuel de la Peña y Peña, para volver a la Suprema Corte de Justicia, eligiendo el Congreso como Presidente interino al general don José Joaquín de Herrera (un antiguo realista), y aunque inmediatamente renunció y como no le fuera admitida la renuncia toma posesión del cargo el 3 de junio de 1848.

  A don Manuel de la Peña y Peña, a su tacto e inteligencia, se debe que México sobreviviera como nación en tan difícil trance. Y una vez cumplido su deber, entregó la Presidencia al ciudadano electo por el Congreso.

  Manuel de la Peña y Peña, nació en Tacuba, Distrito Federal, el 10 de marzo de 1789.  Fue catedrático de Derecho Público en la Universidad de México (faltaban muchos años para que fuera universidad autónoma).  Sus lecciones de Práctica Forense es obra de gran importancia en los programas universitarios.  Desempeñó las Secretarías del Interior, de Gobernación y de Relaciones Exteriores, y la Presidencia de la Suprema Corte de Justicia.  Murió siendo magistrado de la misma, en la ciudad de México, el 2 de enero de 1850.

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