DECIMO SEPTIMO PRESIDENTE DE MÉXICO
MANUEL DE LA
PEÑA Y PEÑA
Presidente
substituto: sept. 16 a nov. 11 – 1847
Enero 8 a junio 2 – 1848
Ocupado el Castillo de Chapultepec por los invasores yanquis,
inmediatamente el general Scott hizo avanzar sobre México dos columnas, una al
mando del general Worth sobre las calzadas de La Verónica y San Cosme, y otra
al mando del general Quitman por la calzada de Belem. La garita de este nombre fue cobardemente
abandonada por el general Terrés, en tanto que la de San Cosme fue
valientemente defendida por el general Rangel, aunque también al fin la ocupó
el enemigo.
Con la toma de las
garitas, puede decirse que cesó la resistencia.
El mayor desaliento reinaba; por lo que Santa Anna, impelido por su
naturaleza, como siempre decidió huir marchando precipitadamente con rumbo a
Puebla, deteniéndose en la Villa de Guadalupe, y dejando el Ayuntamiento para
que demandara garantías a los vencedores.
Aunque Santa Anna
designó personas que se encargaran del Poder Ejecutivo, sus órdenes no fueron
obedecidas, sino que el licenciado don Manuel de la Peña y Peña, por ministerio
de ley, como Presidente de la Suprema Corte de Justicia, se hizo cargo de la
Presidencia de la República, marchando a Querétaro, declarada provisionalmente
capital de la República, a establecer su gobierno. El Ayuntamiento de la ciudad de México hizo
entrega del Palacio Nacional a los invasores yanquis,
La situación era
verdaderamente desesperada: algunos Estados tendían a segregarse, otros
desobedecían abiertamente al gobierno, negándole toda clase de auxilios. Michoacán reasumía su soberanía como primer
paso para la segregación; Yucatán
continuaba vergonzosamente neutral;
Sinaloa y otros lugares en revolución contra el gobierno federal; en todo el país apenas había ocho mil hombres
de tropas federales, faltos de municiones, armamento y recursos, en tanto que
los angloamericanos tenían ocupado una gran parte del país y bloqueados sus
puertos, con cuarenta mil hombres sobre las armas.
Aprovechando la buena
voluntad del plenipotenciario estadounidense, Mr. Nicholas P. Trist, y del
mismo general Scott, que temerosos de que el país cayera en la más completa
anarquía, procuraban de celebrar un tratado de paz a la mayor brevedad. El gobierno mexicano, con el Presidente Peña
y Peña al frente, nombró plenipotenciarios a los licenciados don José Bernardo
Couto y a don Luis G. Cuevas, y don Miguel Atristáin y por los Estados Unidos
ya estaba puestísimo Mr. Trist.
Después de largas
discusiones, aunque dentro de un ambiente de cordialidad, la representación de
ambos países llego a un acuerdo y por fin se firmó el tratado de paz entre
México y los Estados Unidos en la Villa de Guadalupe Hidalgo el 2 de febrero de
1848.
Por él nuestro país
fue despojado por los miserables y cobardes angloamericanos, no sólo Texas con
sus límites hasta el Río Bravo, sino también Nuevo México y la Alta California,
o sea, una extensión de más de dos millones cuatrocientos mil kilómetros
cuadrados, es decir, más de la mitad de nuestro territorio. México recibía en cambio la miserable
cantidad de quince millones de dólares; como dato adicional asentaremos que de
la suma ofrecida sólo se entregaron inicialmente tres millones, y el resto se
pagaría a razón de tres millones por año.
Los negociadores
mexicanos sólo pudieron resistir las exigencias de ceder la Baja California y
otorgar el derecho de libra tránsito a los Estados Unidos por el istmo de
Tehuantepec, algo muy valioso en la época en que aun no existía el canal de
Panamá, y la cancelación de los dos millones de dólares que presumiblemente
como parte de as reclamaciones fraguadas e inventadas por el anterior
presidente yanqui el esclavista Andrew Jackson;
un consuelo muy pobre para una guerra en que se perdió todo,
especialmente el honor de los políticos y los militares del país.
El gobierno estadounidense
empleó en la guerra veintisiete mil hombres del ejército regular, más setenta y
un mil trescientos voluntarios, dando un total de noventa y nueve mil hombres;
las pérdidas por muerte en combate y otras causas no bajaron de treinta y cinco
mil; se emplearon además tres mil carros, doscientos cañones, otros tantos
barcos y ciento sesenta y cinco mil millones de dólares.
A pesar de ello, la
guerra contra México fue un brillante negocio preparado por los Estados Unidos,
desde que México se hizo independiente;
pues las magnificas tierras de Texas, Nuevo México y California, sus
puertos en ambos océanos, los placeres de oro y petróleo de allí a poco
descubiertos, y todas las valiosas preciosidades incalculables que se encuentran
en las entrañas de los terrenos que se enajenaron por medio de la fuerza, así
como la explotación de bosques y ríos, y en general el aumento de su territorio
al doble, que hizo que se convirtiera al paso del tiempo en el país más
poderoso del mundo, compensó con grandísimas creces el gasto en hombres y
dinero para realizar el roba más grande y espectacular, a la par que cobarde,
que registran los anales de la historia del mundo.
Henry Clay, uno de
los grandes pensadores políticos estadounidenses, hizo un comentario en la
Cámara de Representantes que en pocas palabras ilustra fielmente la agresión
angloamericana contra México:
“Hay crímenes que por su enormidad rayan en lo sublime: la
toma de territorios mexicanos por nuestros compatriotas tiene derecho a ese
honor. Los tiempos modernos no ofrecen
ejemplo de rapiña cometida en tan grande escala”.
Por su parte el
general Ulysses Simpson Grant, un destacado oficial bajo las órdenes de
Winfield Scott en la campaña militar contra México y que después sería el gran
triunfador junto con Abraham Lincoln en la guerra civil angloamericana; y
finalmente Presidente de los Estados Unidos de 1869 a 1877 en sus memorias,
publicadas en 1885, confiesa:
“Yo no creo que jamás haya habido una guerra más injusta que
la que los Estados Unidos le hicieron a México.
Me avergüenzo de mi país al recordar aquella invasión. Nunca me he
perdonado haber participado en ella”.
Aprobados los
tratados, abandonó la Presidencia don Manuel de la Peña y Peña, para volver a
la Suprema Corte de Justicia, eligiendo el Congreso como Presidente interino al
general don José Joaquín de Herrera (un antiguo realista), y aunque
inmediatamente renunció y como no le fuera admitida la renuncia toma posesión
del cargo el 3 de junio de 1848.
A don Manuel de la
Peña y Peña, a su tacto e inteligencia, se debe que México sobreviviera como
nación en tan difícil trance. Y una vez cumplido su deber, entregó la
Presidencia al ciudadano electo por el Congreso.
Manuel de la Peña y
Peña, nació en Tacuba, Distrito Federal, el 10 de marzo de 1789. Fue catedrático de Derecho Público en la
Universidad de México (faltaban muchos años para que fuera universidad
autónoma). Sus lecciones de Práctica
Forense es obra de gran importancia en los programas universitarios. Desempeñó las Secretarías del Interior, de
Gobernación y de Relaciones Exteriores, y la Presidencia de la Suprema Corte de
Justicia. Murió siendo magistrado de la
misma, en la ciudad de México, el 2 de enero de 1850.
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