Rafael Urista de Hoyos / Cronista e Historiador
Cuando Augusto Cesar, el primero de los emperadores romanos, reinaba en Roma, Jesús, el Cristo de la cristiandad nació en Judea. En su nombre habría de erigirse una religión destinada a ser la oficial de todo el Imperio Romano.
Al llegar aquí es
conveniente separar por completo la historia y la teología. Una gran parte del mundo cristiano cree que
Jesús era una encarnación de aquel Dios de toda la tierra que los judíos fueron
los primeros en reconocer. El
historiador si debe quedar como tal, no puede aceptar ni negar esa
interpretación. Materialmente apareció
Jesús bajo la figura de un hombre, y es del hombre de quien el historiador ha
de ocuparse.
Apareció en Judea en
el reinado de Tiberio Cesar, el segundo emperador romano, era un profeta; predicaba
a la manera de los profetas judíos que le precedieron. Tendría entonces unos treinta años e
ignoramos por completo su modo de vida antes de que comenzara su predicación. Nuestras únicas fuentes directas de
información acerca de la vida y enseñanza de Jesús son los cuatro evangelios. Todos los cuatro están de acuerdo en
ofrecernos un cuadro de una personalidad muy definida.
Pero así como la
personalidad de Gautama Buda ha sido falseada y obscurecida en la figura de un
hombre rígido en cuclillas, el ídolo dorado del último budismo, así también se
puede pensar que la persona de Jesús, delgada y enérgica, ha sido muy agraviada
por la irrealidad y el convencionalismo que una reverencia mal entendida ha
impuesto a su figura en el arte cristiano moderno, principalmente en el arte
fílmico que es el medio más accesible para el cristiano común y corriente.
Jesús era un maestro
pobre que vagaba por la región de Judea, polvorienta y asaetada por el sol, y
vivía del alimento que le donaban aquí y allá; sin embargo, siempre se le
representa limpio, peinado y pulido, con vestiduras inmaculadas, erguido, y con
cierta inmovilidad como si se deslizara por el aire. Esto ha hecho de él algo irreal e increíble
para muchos que no pueden distinguir la substancia de la historia, de los
aditamentos ornamentales indiscretos del devoto poco inteligente.
Dejando a un lado
estos accesorios complicados, nos queda la figura de un ser muy humano, muy sincero
y apasionado, capaz de indignarse, que enseñaba una nueva doctrina sencilla y
profunda, a saber, la paternidad universal y amorosa de Dios, y la venida del
Reino de los Cielos. Usando una frase
corriente, podríamos decir que era indudablemente un hombre, de intenso
magnetismo personal. Atraía muchos partidarios y los llenaba de amor y firmeza. Los débiles y los enfermos se sentían
fortificados y curados. Y sin embargo, debía
ser de constitución física delicada, a juzgar de la rapidez con la que sucumbió
a las penas de la crucifixión. Nos cuenta una tradición que se desmayó cuando,
según la costumbre, tuvo que llevar la cruz hasta el lugar de la ejecución. Recorrió el país durante tres años enseñando
la doctrina, y, luego, regresó a Jerusalén y fue acusado de querer formar un
extraño reino en Judea; fue juzgado por tal acusación y crucificado junto con
dos ladrones. Mucho antes de que estos
dos murieran, sus sufrimientos terminaron con él.
La doctrina del Reino
de los Cielos, la enseñanza principal de Jesús es por cierto una de las
doctrinas más revolucionarias que han agitado y transformado el pensamiento
humano. No debe sorprendernos que el
mundo en aquella época, no se diera cuenta de su plena significación, y
retrocediera con temor, aun comprendiendo a medias sus tremendos desafíos a las
costumbres e instituciones establecidas, del género humano.
Porque la doctrina del Reino de los Cielos, tal como Jesús la predicara,
al parecer era nada menos que la exigencia, decidida e incondicional, de un
cambio completo y una perfecta purificación de la vida de nuestra raza
batalladora; una purificación total, por fuera y por dentro. El lector debe acudir a los Evangelios si
desea estar al corriente de esta enseñanza tremenda; aquí nos ocuparemos
solamente del fragor que determinó su choque con las ideas establecidas.
Los judíos estaban
convencidos de que Dios, el único Dios de todo el mundo, era un Dios de
justicia; pero también pensaban de él como si fuese un Dios comerciante que
hiciera un negocio con su patriarca Abraham, un negocio muy bueno, por cierto,
de darles el predominio sobre toda la tierra.
Con espanto y cólera oyeron que Jesús les arrebataba sus más caras
seguridades.
Dios, enseñaba Jesús,
no era negociante: no existían pueblos
elegidos ni favoritos en el Reino de los Cielos. Dios es el padre amoroso de todos los seres,
tan incapaz de mostrar preferencias como el sol universal. Y todos los hombres son hermanos; hijos, a la
par pecadores y justos, del Divino Padre.
En la parábola del Buen Samaritano, Jesús muestra su desdén para esa
tendencia natural que todos obedecemos, de glorificar nuestro propio pueblo, y
menospreciar la rectitud de otras creencias y otras razas. En la parábola de los labradores, arroja a un
lado la pretensión obstinada de los judíos de tener ante Dios títulos
especiales.
A todos aquellos a
quienes Dios admitía en el Reino de los Cielos, pensaba Jesús, Dios los
recompensa igualmente; no hay distinciones en la manera de ser tratados porque
su bondad es infinita. Además, de cada
uno reclama, como la parábola del talento enterrado lo atestigua y lo refuerza
el incidente del óbolo de la viuda, el máximo de lo que sus fuerzas le permiten. No hay privilegios, ni rebajas ni excusas, en
el Reino de los Cielos.
Pero no es solamente el intenso patriotismo racial de los judíos
el que Jesucristo maltrataba. Eran un
pueblo de profundo sentido familiar y temían que Jesús barriera con todos los
afectos familiares, estrechos y limitados en su gran desbordamiento de amor a
Dios. Todo el Reino de los Cielos seria
la familia de sus secuaces. Nos dicen
que: “Mientras estaba todavía hablando al pueblo, vio a su madre y hermanos
que se hallaban fuera deseosos de hablar con él. Entonces le dijo uno: He aquí a tu madre y a
tus hermanos que están afuera ansiosos de hablarte. Pero él respondió diciendo al que le hablara:
¿Quién es mi madre? ¿y quienes son mis hermanos? Y extendiendo la mano hacia
sus discípulos, dijo: ¡He aquí mi madre y mis hermanos! Porque todo aquel que hiciere la voluntad de
mi Padre que está en los Cielos, ése es mi hermano y mi Madre” (San Mateo, XII, 46-50)
Y no sólo Jesús
atacaba el patriotismo de los judíos y los vínculos de la lealtad familiar, en
nombre de la paternidad universal de Dios y la paternidad de todo el género
humano, sino que francamente condenaba su enseñanza las graduaciones del
sistema económico, la riqueza privada y los privilegios personales. Todos los hombres pertenecían al Reino de los
Cielos; todas sus posesiones pertenecían también al Reino; la vida justa para
todo hombre, la única vida justa, estaba en servir la voluntad de Dios con todo
lo que tuviéramos, con todo lo que fuéramos.
Una y otra vez denunció a los ricos y a los que conservaban algo para su
vida privada.
“Y cuando salía
para proseguir su camino, llegó uno corriendo, y arrodillándose delante de él,
le preguntó: “Maestro bueno ¿Qué haré
para poseer la vida eterna? Y Jesús le dijo:
“¿Porque me llamas bueno? No hay bueno más que uno: Dios. Tu sabes los mandamientos: no cometas
adulterio, no mates, no hurtes, no levantes falsos testimonios, no defraudes,
honra a tu padre y a tu madre”. Y él respondió diciéndole: “Maestro, todo eso
lo he observado desde mi mocedad”.
Entonces, Jesús, mirándole, le llamó y le dijo: “Una cosa te falta. Ve,
vende cuanto tienes, dáselo a los pobres y tendrás tesoros en el Cielo; y ven,
toma la cruz y sígueme”. Más él,
entristecido por esta palabra, se marchó afligido porque tenía muchas riquezas.
“Y Jesús mirando a su
alrededor, dijo a sus discípulos: “¡Cuán difícilmente entrarán los ricos en el
Reino de Dios!”. Sus discípulos quedaron
atónitos al oír sus palabras. Más Jesús
respondió de nuevo: “¡Hijos, cuan difícil es entrar en el Reino de Dios a los
que confían en sus riquezas! Más fácil es a un camello pasar por el ojo de una
aguja que al rico entrar en el Reino de Dios”.
(Marcos, X,
17-25)
Más aún, en sus tremendas profecías
acerca de este reino que había de mantener unidos a todos los hombres en Dios,
Jesús mostraba poca paciencia para la justicia mezquina y regateadora de la
religión formal.
Otra gran parte de
las predicaciones que nos fueron transmitidas, se dirige contra la observancia
minuciosa de las reglas del sacerdocio. “Entonces los fariseos y escribas le
preguntaron: ¿Por qué tus discípulos no siguen la tradición de los ancianos,
más comen el pan sin lavarse las manos?”
Y él, respondiendo, les dijo: “Hipócritas, bien profetizo de vosotros
Isaías, como está escrito:
“Estas gentes me honran con los labios más su corazón está
lejos de mí, cuando en vano me rinden adoración, enseñando como doctrinas los
mandamientos de los hombres. Porque dejando a un lado el mandamiento de Dios,
mantenéis la tradición de los hombres, como es el lavar los jarros y las copas,
y muchas cosas que hacéis parecidas a estas.
Les decía también: rechazáis enteramente el mandato de Dios para
conservar vuestra propia tradición”. (Marcos, VII. 5-9)
No era sólo una revolución moral y
social la que Jesús proclamaba; es evidente por una multitud de
manifestaciones, que su doctrina tenía un sentido político muy claro. Es cierto que dijo que su reino no era de
este mundo, sino que estaba en el corazón del hombre y no en un trono; pero es
igualmente cierto que donde quiera y en la medida que su reino estuviera en los
corazones de los hombres, el mundo exterior tenía que revolucionarse y renovarse
en la misma proporción.
Aunque sus oyentes,
por sordera y ceguedad, equivocaron el sentido de sus predicaciones, es claro
que no dejarían de comprender su resolución de revolucionar al mundo. Todo el tenor de la oposición a Cristo y las
circunstancias de su pasión y muerte demuestran bien a las claras que para sus
contemporáneos parecía tener propósitos claros para cambiar, fundir y ensanchar
la vida humana.
En vista de lo que
con tanta sinceridad decía, ¿debe asombrarnos que todos los ricos y poderosos
sintieran un horror de cosas extrañas, como si con la enseñanza de Jesús su
mundo perdiera su estabilidad? Sacaba a la luz pública de una vida
universalmente religiosa, todas las pequeñas reservas que habían hecho, gracias
al favor social. Él era como un terrible cazador moral, que arrojaba a
la humanidad de sus madrigueras en las que habían vivido hasta ahora.
En la clara luz de
este su reino, no existía ni propiedad, ni privilegios, ni orgullo, ni
preeminencias; ningún estímulo por cierto ni ninguna recompensa sino amor. ¿Es de asombrarse que los hombres se
deslumbraran y enceguecieran y clamaran contra él? Sus propios discípulos murmuraban de que no
quisiera reservar la luz solamente para ellos.
¿Es de asombrarse que los sacerdotes creyeran que entre este hombre y
ellos no había elección posible ya que era necesario que muriera Él o
perecieran las supercherías de los sacerdotes?
¿Es de asombrarse que los soldados romanos, afrontados por Él y
atónitos, ante algo que estaba por encima de su comprensión y amenazaba toda su
disciplina, se refugiaran en una grosera carcajada y lo coronaran de espinas,
vistiéndolo de púrpura y presentándolo como un César grotesco? Para tomarlo en serio era necesario entrar en
una vida extraña y alarmante, abandonar costumbres, dominar instintos e
impulsos, y ensayar una felicidad increíble.
(Extracto del libro: “Breve historia del mundo” de H. G. Wells)







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