22 de Noviembre de 1815
Cautiverio y muerte
de Morelos.
El Generalísimo Don José María Morelos y Pavón custodiaba al
Congreso Nacional en su camino de tierras michoacanas a Tehuacán. Ya llevaban los insurgentes más de la mitad
del camino recorridos, cuando el enemigo lo sorprendió en Tezmalaca el 5 de
noviembre de 1815.
Morelos, que iba al
centro, dejó que las corporaciones con el Congreso emprendieran la huida y
marchó a la retaguardia para detener a los realistas. Fue imposible y cayó prisionero. El brigadier español Manuel de la Concha
comandaba el destacamento que lo aprehendió.
Morelos no fue
ejecutado inmediatamente, porque el virrey Calleja y el arzobispo Fonte vieron
en su captura una gran oportunidad para juzgar y condenar solemnemente a toda
la insurgencia en la persona de su más grande comandante y líder. Y por eso dispusieron que el juicio tuviese
lugar en la ciudad de México y fuese ejemplar, tanto en el sentido de
escarmiento, como de formalidad, esto es, tenía que darse la apariencia de que
no era el arbitrio personal de Calleja lo que condenaba a Morelos, sino las
leyes del reino y de la Iglesia.
El primer proceso
contra Morelos se llama de las jurisdicciones unidas, porque intervenía el
poder real y el eclesiástico. La
principal acusación del poder real fue que Morelos había incurrido en alta
traición al levantarse en armas contra el rey y causar muertes y otros males. Morelos contestó que no había rey, y que, si
había regresado, estaba “napoleonizado”, esto es, contaminado de irreligiosidad.
Desde el ángulo
eclesiástico fue acusado de no hacer caso de las excomuniones en que había
incurrido. Morelos contestó
distinguiendo las excomuniones particulares contra él y las generales contra la
insurgencia. Las particulares no valían,
porque el llamado obispo Abad y Queipo no lo era legítimamente; Las
excomuniones generales solo las podía lanzar el Papa o un Concilio.
La sentencia de la
parte eclesiástica condeno a Morelos a la degradación, esto es, a la máxima
humillación que puede sufrir un clérigo por parte de la misma Iglesia que lo ha
exaltado. Delante de unas quinientas
personas entre lo más representativo del gobierno, de la sociedad y de la
Iglesia, se llevó a cabo el rito de la degradación: Morelos se presentó revestido de sacerdote
como para oficiar y un obispo lo fue despojando de cada uno de sus ornamentos,
mientras pronunciaba palabras terribles, que más bien parecían exhalaciones
satánicas. El acto, que causó pavor, cumplía otra finalidad importante: una vez
degradado, el reo estaba privado del fuero eclesiástico y así el poder real
podía ejecutarlo “con arreglo a las leyes”.
Otro proceso seguido
de Morelos fue el de la Inquisición, cuya finalidad era desprestigiarlo
declarándolo hereje. Además de mal
súbdito y mal sacerdote, aparecería como mal cristiano; la nota caería sobre
toda la insurgencia. A falta de testigos
y de pruebas, el fiscal echó mano de sofismas para encontrar herejías en el
creyente Morelos (razonamiento falso que se puede hacer pasar como verdadero).
La principal
acusación fue que el caudillo había firmado la Constitución de Apatzingán,
condenada por la misma Inquisición, porque supuestamente contenía doctrinas contrarias
a la fe cristiana. Estas en realidad
eran frases sacadas del contexto, que está marcado por la fundamental profesión
de fe católica que hace la propia Constitución.
Morelos, desde luego se negó a reconocer que hubiera incurrido en alguna
herejía; de todas maneras lo declararon hereje.
Sus acusadores fueron
el fiscal y oidor Miguel Bataller, auditor de la Capitanía General, y por la
eclesiástica el provisor del arzobispado Félix Flores Alatorre. En todas las declaraciones que se le tomaron
respondió Morelos con digna firmeza; a nadie atribuyó la responsabilidad de las
decisiones tomadas en las batallas en cuanto al tratamiento aplicado a los
prisioneros, sino a él mismo, ni sobre nadie descargó la responsabilidad de sus
actos.
“. . . La huida de
Fernando VII a Francia otorgó a la Colonia su libertad; y los americanos (los habitantes de la
América hispana) al levantarse contra las autoridades que representaban al
monarca no habían incurrido en falta alguna; al contrario, habían ejercido un
derecho sacratísimo. . . “.
Morelos contestó con
toda dignidad a todos los cargos y acto continuo se pronunció el fallo, de
conformidad con lo pedido por el fiscal, declarando que: “. . .
el presbítero José María Morelos era hereje formal, fautor de herejes,
perseguidor y perturbador de la jerarquía eclesiástica, lascivo, hipócrita,
enemigo irreconciliable del cristianismo. Traidor a Dios, al Rey y al Papa. . .
“ y como tal se le condena a que asistiese a su auto en traje de penitente, y
con sotanilla sin cuello y vela verde; a que hiciese confesión general y tomara
ejercicios, y para el caso remotísimo de que se le perdonara la vida, a una
reclusión para todo el resto de ella en África, a disposición del inquisidor
general”.
El virrey Félix María
Calleja, conforme al dictamen del auditor, condenó a la pena de muerte al denodado
campeón de la independencia y la confiscación
de sus bienes, debiendo el reo ser fusilado por la espalda como traidor al rey,
su cabeza colocada en una jaula de hierro que se fijase en la plaza mayor de
México, y su mano derecha en la de Oaxaca.
El 21 de diciembre de
1815 el coronel Manuel de la Concha, su aprehensor, se presentó a Morelos y le
ordenó ponerse de rodillas, para que así escuchase su sentencia de muerte. Al día siguiente, que era viernes, salió de
madrugada rumbo al norte custodiado por una numerosa escolta.
Al pasar por el
santuario de Guadalupe, quiso ponerse de rodillas, lo que logró no obstante el
estorbo de los grillos, y se acordó de un bando que había dado sobre el culto a
“María santísima en su milagrosa imagen de Guadalupe, patrona, defensora y
distinguida Emperatriz de este Reino. Llegaron
por fin a Ecatepec, lugar escogido para su ejecución. Concha fue a avisar al cura del lugar para
que preparara el entierro. Volvió a
donde Morelos y conversaron un poco. Luego Morelos comió algo. Prevenido del momento fatal, se confesó con
el padre Salazar y rezó el salmo que empieza “Misericordia, Dios mío por tu
bondad”.
Eran las tres de la tarde del día 22 de diciembre de 1815. Pidió un crucifijo y le dirigió estas palabras: “Señor, si he obrado bien, tú lo sabes; y si mal, yo me acojo a tu infinita misericordia”. No quería que le vendaran los ojos, pero al fin el mismo lo hizo. Arrastrando sus cadenas y con los brazos atados, llegó al lugar donde le mandaron que se hincara. “Haga usted cuenta que aquí fue nuestra redención”, le dijo por último al padre Salazar. Dos descargas de cuatro disparos cada una, y el Generalísimo Morelos termino con su etapa mundana para entrar a la de su glorificación.
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