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jueves, 5 de mayo de 2022

EFEMÉRIDES MEXICANAS/ /Rafael Urista de Hoyos


 
 5  de Mayo  de 1862

  Batalla del 5 de mayo de 1862

  Antecedentes:

  Principia el año1961 y con él llega a su tèrmino la Guerra de Reforma con el triunfo de los liberales de Juárez sobre los conservadores de Miguel Miramòn y el clero mexicano. 

  Don Benito Juárez, despuès de ganar las elecciones presidenciales del 1º de julio y ya como Presidente Constitucional se encuentra con una situación financiera caòtica pues las arcas mexicanas están casi desiertas debido a los costos de la guerra tornàndose la situación del gobierno  cada día más difícil, pues los bienes del clero, despuès de su nacionalización, no habían encontrado compradores, por temor a las excomuniones, o se habían vendido a vil precio, aprovechándose de aquella situación los ricos y los especuladores, casi todos extranjeros, para acumular rápidas fortunas, por lo que el gobierno sólo había recibidos mìseras cantidades de dinero que se habían gastado en las campañas militares, ya que los conservadores vencidos y disgregados ahora se organizaban en guerrillas que dificultaban la buena marcha del naciente gobierno, lo que producía el resultado de encontrarse en la imposibilidad de pagar las deudas extranjeras.

  Debido a esto, el Congreso expidió el decreto del 17 de julio de 1861 suspendiendo por dos años todas las deudas públicas, y principalmente las contraídas con las naciones extranjeras que estaban aseguradas con los ingresos de las aduanas. El monto de la deuda extranjera era:  $ 82,316.290.85 a Inglaterra; $ 69,994.542.54 a Francia, incluyendo el crédito que el banquero suizo Jecker le hizo al general Miramòn y $ 94, 460.986.29 a España. Haciendo un total de $ 161,771.819.68 pesos.

  El decreto del gobierno de Juárez declarando la moratoria de pagos de la deuda contraìda con las naciones europeas, causò gran escàndalo fuera del país, y fue la causa determinante de la intervención militar en México.  Las naciones que tenían créditos importantes con México: Inglaterra, España y Francia, firman en Londrès una convención con el fin de intervenir en nuestro país y asegurar el pago de sus créditos.

  Las altas partes contratantes, que eran: La reina de España, Isabel II; La de Inglaterra, la reina Victoria y el Emperador de Francia, Napoleòn III, se comprometieron en enviar a México una expedición de guerra, que bastara para ocupar las fortalezas y posiciones militares de los litorales.  Los comisionados reales nombrados fueron: Por España Juan Prim, Conde de Reus y Marquès de los Castllejos; Por Inglaterra, Sir Charles Lamea Wike y el Comodoro Hugh Dunlop y por Francia, el Conde Dubois de Saligny y el Almirante Jurien de la Graviere.

  Despuès de varias conferencias entre los tres comisarios extranjeros, se formulò un “ultimátum” exigiendo a Juárez la satisfacción de sus demandas, a lo que Juárez contesta declarando estar dispuesto a admitir las reclamaciones que fueran justas, invitando al efecto a los comisarios aliados a conferenciar con el Ministro de Relaciones, don Manuel Doblado, en Orizaba, Veracruz, aceptándolo los tres aliados extranjeros.

  Iniciadas las conversaciones en Orizaba, entre el gobierno de Juárez y los aliados, los comisarios inglés y español, al convencerse que el Emperador de los franceses tenía miras muy distintas a lo estipulado en el Tratado de Londrès y que manifiestamente violaba los compromisos contraìdos, declara rota la alianza con los franceses, y despuès de arreglar sus respectivas reclamaciones, decidieron reembarcarse con sus tropas manifestando su reconocimiento y amistad al gobierno y al pueblo mexicano.

  El gobierno mexicano, entretanto, se preparaba a resistir la invasión ya declarada de los franceses, empleando tanto las negociaciones diplomáticas, como la fuerza de las armas.  El General en Jefe de las fuerzas invasoras, Charles Ferdinand Latrille “Conde de Lorencez”, ebrio de suficiencia, mira a los mexicanos con tal desprecio que hoy a escrito al Ministro de Asuntos Extranjeros de su país, Edouard Thouvenel: “Tenemos sobre los mexicanos, tal superioridad de raza, de organización, de disciplina, de moralidad y de elevación de sentimientos, que ruego a vuestra excelencia, se sirva decir al Emperador, que  desde ahora, a la cabeza de sus seis mil soldados, soy dueño de México”

  El ejército invasor era de seis mil hombres, perfectamente armados y disciplinados, con abundancia de víveres y municiones, como era de esperar de quienes eran tenidos entonces como los primeros soldados del mundo y dependìan del poderoso emperador francés Napoleòn III; llamado “El pequeño” para diferenciarlo de su tio el grande Napoleòn Bonaparte.

  El general Ignacio Zaragoza, con dos mil hombres, espera a las tropas francesas en Las Cumbres de Acultzingo y despuès de hacerlos batallar durante tres horas y de hacerles a los franceses más de sesenta bajas entre muertos y heridos, se retira a Puebla donde concentra todas sus fuerzas en espera de los embates de las tropas de Lorencez.

 LA BATALLA

  A las nueve de la mañana una de las piezas de artillería instaladas en el Fuerte de Guadalupe disparò una salva, señal convenida para prevenir la presencia del enemigo en la zona.  De inmediato las campanas de la Catedral de Puebla comenzaron a tocar a rebato para que tanto la población civil como las unidades militares hicieran los últimos preparativos de guerra.

  El general Ignacio Zaragoza, Comandante en Jefe del Cuerpo de Ejèrcito de Oriente, al observar que la mayor parte de las fuerzas enemigas se dirigían a los Fuertes de Loreto y Guadalupe, concentro allí el grueso de sus fuerzas.  Además de la 2ª Divisiòn (1200 soldados) comandada por el general Miguel Negrete, emplazada en el cerro desde el día anterior, colocò allí la brigada del general Felipe Berriozàbal (1082 infantes) y puso en la falda noroccidental del cerro la columna de 550 soldados de caballerìa, conocidos como dragones o lanceros, bajo las órdenes del general Antonio Àlvarez, para que cargara contra el enemigo cuando fuera oportuno.  Poco despuès envió al mismo sitio una parte de la brigada Lamadrid (1020 soldados) mientras que la otra se quedaba con la brigada del recién ascendido a general Porfirio Dìaz (1000 hombres) en el llano que hay entre el cerro de Loreto y Guadalupe y las lomas de Tepoxuchil, en el lindero oriental de la capital poblana.

  Aproximadamente a las dos de la tarde el conde de Lorencez ordenó el asalto a los fortines de Loreto y Guadalupe pues, contrariamente a lo supuesto por el Estado Mayor Francès, había agotado más de la mitad de su parque de municiones sin conseguir que la heterogénea tropa mexicana-----reclutada a la fuerza en muchas ocasiones, sin uniformes y en algunos casos casi desnuda, armada según su lugar de procedencia con fusiles y mosquetones más o menos obsoletos y en casos extremos sólo con armas blancas; mal alimentada y casi nunca pagada-----no se había dispersado despavorida y había resistido el bombardeo en sus puestos.  Aunque muy pocos de sus oficiales habían pasado por el Colegio Militar-----en los perìodos en que estuvo abierto-----, todos contaban con una intensa experiencia en operaciones de guerra y conocían muy bien a los hombres a su mando, pues provenían de las mismas regiones y aún de los mismos poblados.

  Al constatar la inesperada cantidad de bajas y el hecho de que, a pesar del fuego artillero inicial, no se había logrado abrir ninguna vìa en los muros de las fortalezas ni instalar ninguna de las escaleras improvisadas en estos, Lorencez decidió replegar sus fuerzas, reorganizarlas y lanzar un segundo ataque con casi 1800 hombres en tres columnas, pero concentrando sus fuerzas en el fortìn más débil, el de Guadalupe.

  Mientras que la primera columna buscaba tomar el baluarte norte del fortìn, la segunda intentarìa roderlo para atacarlo por su parte más desprotegida.  Nuevamente, las fuerzas del Estado de México, apoyadas en esta ocasión por los cazadores de Morelia, repelièron el ataque y el Batallòn Reforma, de la Brigada Lamadrid, que se había quedado en el llano, contuvo el avance de la columna que quería rodear el cerro, la cual acabó por dispersarse en su ladera oriental.  La tercer columna francesa, que intentaba avanzar por el llano e iniciar el ataque por la ladera sur del cerro, fue contenìda por los rifleros de San Luis y los cuerpos oaxaqueños de la Guardia Nacional, comandados por el flamante general Porfirio Dìaz.

  Por fin una de las escaleras improvisadas consiguió colgarse de los muros de Guadalupe, pero los soldados que lograron escalar fueron eliminados pocos metros despuès de iniciar su marcha por el terraplén del fortìn, víctimas de las líneas de defensa establecidas en torno de la iglesia.  Del otro lado del cerro, junto al fortìn de Loreto, las unidades a caballo del general Àlvarez recibieron órdenes de cargar por el flanco derecho de la columna que seguía desgastándose por el baluarte norte.

  En el llano, las fuerzas de Porfirio Dìaz, tras contener a los Cazadores de Africa, consiguieron hacerlos recular e iniciaron su persecución hasta las cercanías de la Hacienda de Renterìa, utilizada como cuartel por los franceses la mañana de este día.  Una fuerte lluvia que dificultaba aún más las tentativas de ascenso por el cerro, acabó por hacer fracasar los afanes de los franceses, cuyo cuartel general ordenó la retirada general.

  Aunque las unidades de los generales Dìaz y Àlvarez intentaron continuar la persecución de los franceses, la disminución de la luz debido a la hora, acelerada por las nubes de lluvia, obligò a ambas fuerzas a concluir las operaciones.

  Poco antes de las seis de la tarde, Zaragoza envió a la capital del país uno de los telegramas más cèlebres de la historia de México, en el que informaba sobre la victoria: “Las armas nacionales se han cubierto de gloria, calculo la pérdida del enemigo de 600 a 700 hombres entre muertos y heridos; 400 habremos tenido nosotros”; decía en el fragmento final.

  En su parte oficial firmada el 9 de mayo, Ignacio Zaragoza, el general coahuilense (naciò en Texas en1829 cuando ese territorio era mexicano perteneciente al Estado de Coahuila) de 33 años que nunca en su vida puso un pie en una escuela militar, resumìa lo ocurrido con sencillez y precisión: “El ejército francés se ha batido con mucha bizarrìa, pero su general en jefe se ha portado con torpeza en el ataque”.

  La batalla del 5 de mayo, aunque militarmente no fue decisiva, tuvo una gran importancia desde el punto de vista moral, porque levantò de un golpe a la República del fango de la degradación y cobardìa, en que sus enemigos la suponían hundida.

  Cuando se supo del fracaso de las tropas francesas en Puebla---publicò un periódico francés---la admiración fue considerable en Europa y la emoción profunda en Francia. . . todos se sentían estupefactos al encontrar semejante resistencia en un pueblo que consideraban, no sin complacencia, sin fuerza y sin ejército, una especie de conjunto de tribus sin cohesión, más bien que una nación organizada. . .”

 SEGUNDO IMPERIO MEXICANO

Maximiliano y Carlota:  Semblanza.

  Maximiliano era un espíritu de artista, imaginativo, amante de las quimeras, capaz de gobernar un pacífico Principado italiano, rodeado de artistas y escritores, pero falto de energía para enfrentar los problemas de un país como México, donde la guerra civil había exacerbado y hecho irreconciliables los odios de partido. Brillante conversador, con delicadas aficiones estèticas, bastante sugestionable amen de frìvolo y superficial, sobre todo carecía de dotes guerreras y políticas, que eran las más necesarias en el puesto que iba a desempeñar.

  Su mujer, más inteligente, de instrucción más sòlida, con una voluntad casi viril, polìglota de varios idiomas y bastante ambiciosa, influyò decisivamente en la aceptación de la Corona de México.  Sin embargo, no permitió que esta fuera apresurada, ya que antes, y cuando se le propone por primera vez al Archiduque, sólo da su aceptación condicional siempre que la mayoría del pueblo mexicano lo llame.

  Maximiliano Emperador.

  En vista de la condición impuesta por Maximiliano, la Regencia Gubernativa mexicana ayudada por el ejército francés (que entonces dominaba gran parte del territorio nacional) se encarga de recoger firmas en todos los lugares ocupados por èste, y así se cumple con el requisito impuesto por el archiduque, llevando las actas respectivas la misma comisión mexicana encabezada por Gutièrrez de Estrada con las firmas acomodadas fraudulentamente como aceptadas todas a Maximiliano.

  Entonces el archiduque, creyendo, ingenuamente, contar con la anuencia y aceptación de la mayoría de los mexicanos, da su consentimiento y aceptación y frente a una mesa en la que estaban amontonadas las actas de “adhesión” al imperio (desde luego actas apócrifas; la clásica mexicanada) presta su juramento de procurar por todos los medios a su alcance el bienestar y la prosperidad de su nueva Patria, defender su independencia y conservar la integridad de su territorio.  Carlota Amalia repitió el juramento en un español casi perfecto.  Finalmente, en un acto humillante y fingidamente teatral, se arrodillan los comisionados mexicanos para dar gracias a Dios.

  Como dato adicional es preciso que en esta historia se consignen los nombres de los once execrables traidores mexicanos que fueron a entregar el país a un gobernante de una naciòn extranjera: Juan Nepomuceno Almonte, Josè Marìa Gutièrrez de Estrada, Ignacio Aguilar y Morocho, Francisco Javier Miranda, Joaquìn Velàzquez de Leòn, Adriàn Woll, Antonio Escandòn, Antonio Suàrez de Peredo, Àngel Iglesias y Domìnguez, Josè Marìa Hidalgo y Josè de Landa.

  Pero antes de abandonar el país, fueron informados (Maximiliano y Carlota) por la cancillerìa imperial que Maximiliano debía firmar un pacto de familia por el que renunciaba para siempre por cuenta propia y la de sus herederos, si llegara a tener, a todos los derechos de sucesión por el trono de Austria. 

  Esto estuvo a punto de dar al traste con la aceptación al trono de México, pues la renuncia estaba redactada en los términos que, sin salvar las apariencias, sin el menor pudor, se le despojaba completamente de todos los derechos, no sólo dinásticos y privados, sino también de sus rentas y su fortuna  futura; con el cuchillo en la garganta se le declaraba civilmente muerto.  Pero al fin, obligado por las circunstancias y por Napoleòn el Pequeño, Maximiliano firma aquel convenio de familia, que es una especie de muerte civil.

  El mismo día en que acepta la Corona, firma también Maximiliano el tratado que, desde el 5 de marzo pasado, negociara en la residencia del monarca francés, “Las Tullerìas”, por el cual se obligaba a èste a mantener en México un ejército de ocupación de no menos de veinticinco mil hombres, que quedarìa a las órdenes de Maximiliano durante seis años, y se iría reducièndo anualmente en cuanto se fueran organizando tropas mexicanas para substituirlo.  El mando de estas, cuando actuaran conjuntamente con las francesas, se daría siempre a un jefe francés.

  De los gastos de la guerra erogados hasta el 1º de julio de 1864, tiempo en que apenas había Maximiliano llegado a México, México pagarìa a Francia 270 millones de francos más 76 millones en títulos del emprèstito mexicano que se iba a contratar, con un interés anual del 3%; y, desde la fecha susodicha en adelante, pagarìa 100 francos anuales por cada soldado francés, y cuatrocientos mil francos por cada viaje de transporte, de los que se harían dos mensuales.  Maximiliano reconocía, además, los créditos franceses, inclusive el de Jecker.

  Aparte de estas estipulaciones públicas, había varias claùsulas secretas en el Tratado, por una de las cuales el archiduque se comprometìa a seguir una política liberal en su gobierno y por otra Maximiliano aceptò que los 38 000 soldados del ejército francés existentes en México se redujeran a 28 000 en 1865, en 25 000 en 1866 y a 20 000 en 1867; a partir de entonces sólo quedarìan 8 000 elementos de la legiòn extranjera y no soldados de línea franceses.  Finalmente se obligò a respetar la venta de bienes del clero llevada a cabo bajo las leyes de reforma, pues una buena parte de compradores habían sido ciudadanos franceses y seguramente vendrían más.

  Como se comprenderà por lo anterior, este Tratado de origen debía ocasionar el fracaso financiero y político del nuevo imperio, ya que ni México estaba en condiciones de pagar sumas tan considerables, aún tenièndo en cuenta que el franco francés estaba a 5.50 por peso mexicano, y por lo pronto debía muy pronto de declararse insolvente, pues se reconocían créditos por 173 millones de pesos, casi el doble de la deuda externa ya existente; ni los conservadores que eran los únicos que estaban conformes con la fundación de la monarquía, se habían de avenir a que èsta siguiera una política liberal.

  Maximiliano y Carlota, acompañados de un sèquito numeroso y llevando ocho millones de francos (un millón y medio de pesos mexicanos aprox.), se embarcan en Trieste, en la Fragata de guerra austriaca “Novara” rumbo a México. 

  Primero llegan a Roma a recibir la bendición papal; el Pontìfice, Pio IX, les dispensò las distinciones reservadas a los reyes y les diò de propia mano la comunión.  También tuvieron conversaciones en privado, sin que se llegase a abordar el asunto de los bienes eclesiásticos.  El Papa tenía la seguridad que el joven monarca se los devolverìa, y èste creyó que el Sumo Pontìfice era incapaz de esperar de él semejante indignidad,

  Por fin, hoy 28 de mayo de 1862, desembarca la imperial pareja en Veracruz, y es recibida con tal frialdad por la población, en que predomina el elemento liberal, que la Emperatrìz no puede contener las lagrimas.

  Pero en los siguientes tramos del camino a México, empezaron a toparse con agradables sorpresas: Tupidos bosques de hermosos arboles; nopaleras, magueyales, manchas de biznagas y otras cactáceas; parvadas de guacamayas, colibríes, cacatùas de incomparable belleza (a pesar del nombre) y gran variedad de extraños pájaros; mantos de hortensias silvestres, orquídeas y olorosas flores de color encendido, sin faltar las hermosas amapolas; Rìos y arroyuelos de aguas transparentes, nubes de mariposas recortándose sobre las nieves del Pico de Orizaba, y finalmente, ya muy cerca de México, las siluetas del Popocatèpetl y y el Iztaccihuatl.

  Las jubilosas manifestaciones de Orizaba, Còrdoba y Puebla, fueron como un magnìfico preludio para la apoteósica recepción en la Ciudad de México: El país abundaba en elementos con los cuales podrían reverdecer la gloria de los Habsburgo que rigièron a la Nueva España por espacio de 2 siglos.

Y a Maximiliano corresponderìa revivir esa gloria.

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