5 de Mayo de 1862
Batalla del 5 de mayo de 1862
Antecedentes:
Principia el
año1961 y con él llega a su tèrmino la Guerra de Reforma con el triunfo de los
liberales de Juárez sobre los conservadores de Miguel Miramòn y el clero
mexicano.
Don Benito Juárez, despuès de ganar las elecciones presidenciales del 1º
de julio y ya como Presidente Constitucional se encuentra con una situación
financiera caòtica pues las arcas mexicanas están casi desiertas debido a los
costos de la guerra tornàndose la situación del gobierno cada día más difícil, pues los bienes del
clero, despuès de su nacionalización, no habían encontrado compradores, por
temor a las excomuniones, o se habían vendido a vil precio, aprovechándose de
aquella situación los ricos y los especuladores, casi todos extranjeros, para
acumular rápidas fortunas, por lo que el gobierno sólo había recibidos mìseras
cantidades de dinero que se habían gastado en las campañas militares, ya que
los conservadores vencidos y disgregados ahora se organizaban en guerrillas que
dificultaban la buena marcha del naciente gobierno, lo que producía el
resultado de encontrarse en la imposibilidad de pagar las deudas extranjeras.
Debido a esto, el Congreso expidió el decreto del 17 de julio de 1861
suspendiendo por dos años todas las deudas públicas, y principalmente las
contraídas con las naciones extranjeras que estaban aseguradas con los ingresos
de las aduanas. El monto de la deuda extranjera era: $ 82,316.290.85 a Inglaterra; $ 69,994.542.54
a Francia, incluyendo el crédito que el banquero suizo Jecker le hizo al
general Miramòn y $ 94, 460.986.29 a España. Haciendo un total de $
161,771.819.68 pesos.
El decreto del gobierno de Juárez declarando la moratoria de pagos de la
deuda contraìda con las naciones europeas, causò gran escàndalo fuera del país,
y fue la causa determinante de la intervención militar en México. Las naciones que tenían créditos importantes
con México: Inglaterra, España y Francia, firman en Londrès una convención con
el fin de intervenir en nuestro país y asegurar el pago de sus créditos.
Las altas partes contratantes, que eran: La reina de España, Isabel II;
La de Inglaterra, la reina Victoria y el Emperador de Francia, Napoleòn III, se
comprometieron en enviar a México una expedición de guerra, que bastara para
ocupar las fortalezas y posiciones militares de los litorales. Los comisionados reales nombrados fueron: Por
España Juan Prim, Conde de Reus y Marquès de los Castllejos; Por Inglaterra,
Sir Charles Lamea Wike y el Comodoro Hugh Dunlop y por Francia, el Conde Dubois
de Saligny y el Almirante Jurien de la Graviere.
Despuès de varias conferencias entre los tres comisarios extranjeros, se
formulò un “ultimátum” exigiendo a Juárez la satisfacción de sus demandas, a lo
que Juárez contesta declarando estar dispuesto a admitir las reclamaciones que
fueran justas, invitando al efecto a los comisarios aliados a conferenciar con
el Ministro de Relaciones, don Manuel Doblado, en Orizaba, Veracruz,
aceptándolo los tres aliados extranjeros.
Iniciadas las conversaciones en Orizaba, entre el gobierno de Juárez y
los aliados, los comisarios inglés y español, al convencerse que el Emperador
de los franceses tenía miras muy distintas a lo estipulado en el Tratado de
Londrès y que manifiestamente violaba los compromisos contraìdos, declara rota
la alianza con los franceses, y despuès de arreglar sus respectivas
reclamaciones, decidieron reembarcarse con sus tropas manifestando su
reconocimiento y amistad al gobierno y al pueblo mexicano.
El gobierno mexicano, entretanto, se preparaba a resistir la invasión ya
declarada de los franceses, empleando tanto las negociaciones diplomáticas,
como la fuerza de las armas. El General
en Jefe de las fuerzas invasoras, Charles Ferdinand Latrille “Conde de
Lorencez”, ebrio de suficiencia, mira a los mexicanos con tal desprecio que hoy
a escrito al Ministro de Asuntos Extranjeros de su país, Edouard Thouvenel:
“Tenemos sobre los mexicanos, tal superioridad de raza, de organización, de
disciplina, de moralidad y de elevación de sentimientos, que ruego a vuestra
excelencia, se sirva decir al Emperador, que
desde ahora, a la cabeza de sus seis mil soldados, soy dueño de México”
El ejército invasor era de seis mil hombres, perfectamente armados y
disciplinados, con abundancia de víveres y municiones, como era de esperar de
quienes eran tenidos entonces como los primeros soldados del mundo y dependìan
del poderoso emperador francés Napoleòn III; llamado “El pequeño” para
diferenciarlo de su tio el grande Napoleòn Bonaparte.
El general Ignacio Zaragoza, con dos mil hombres, espera a las tropas
francesas en Las Cumbres de Acultzingo y despuès de hacerlos batallar durante
tres horas y de hacerles a los franceses más de sesenta bajas entre muertos y
heridos, se retira a Puebla donde concentra todas sus fuerzas en espera de los
embates de las tropas de Lorencez.
LA BATALLA
A las nueve de la
mañana una de las piezas de artillería instaladas en el Fuerte de Guadalupe
disparò una salva, señal convenida para prevenir la presencia del enemigo en la
zona. De inmediato las campanas de la Catedral
de Puebla comenzaron a tocar a rebato para que tanto la población civil como
las unidades militares hicieran los últimos preparativos de guerra.
El general Ignacio Zaragoza, Comandante en Jefe del Cuerpo de Ejèrcito
de Oriente, al observar que la mayor parte de las fuerzas enemigas se dirigían
a los Fuertes de Loreto y Guadalupe, concentro allí el grueso de sus
fuerzas. Además de la 2ª Divisiòn (1200
soldados) comandada por el general Miguel Negrete, emplazada en el cerro desde
el día anterior, colocò allí la brigada del general Felipe Berriozàbal (1082
infantes) y puso en la falda noroccidental del cerro la columna de 550 soldados
de caballerìa, conocidos como dragones o lanceros, bajo las órdenes del general
Antonio Àlvarez, para que cargara contra el enemigo cuando fuera oportuno. Poco despuès envió al mismo sitio una parte
de la brigada Lamadrid (1020 soldados) mientras que la otra se quedaba con la
brigada del recién ascendido a general Porfirio Dìaz (1000 hombres) en el llano
que hay entre el cerro de Loreto y Guadalupe y las lomas de Tepoxuchil, en el
lindero oriental de la capital poblana.
Aproximadamente a las dos de la tarde el conde de Lorencez ordenó el
asalto a los fortines de Loreto y Guadalupe pues, contrariamente a lo supuesto
por el Estado Mayor Francès, había agotado más de la mitad de su parque de
municiones sin conseguir que la heterogénea tropa mexicana-----reclutada a la
fuerza en muchas ocasiones, sin uniformes y en algunos casos casi desnuda,
armada según su lugar de procedencia con fusiles y mosquetones más o menos
obsoletos y en casos extremos sólo con armas blancas; mal alimentada y casi
nunca pagada-----no se había dispersado despavorida y había resistido el
bombardeo en sus puestos. Aunque muy
pocos de sus oficiales habían pasado por el Colegio Militar-----en los perìodos
en que estuvo abierto-----, todos contaban con una intensa experiencia en
operaciones de guerra y conocían muy bien a los hombres a su mando, pues
provenían de las mismas regiones y aún de los mismos poblados.
Al constatar la inesperada cantidad de bajas y el hecho de que, a pesar
del fuego artillero inicial, no se había logrado abrir ninguna vìa en los muros
de las fortalezas ni instalar ninguna de las escaleras improvisadas en estos,
Lorencez decidió replegar sus fuerzas, reorganizarlas y lanzar un segundo
ataque con casi 1800 hombres en tres columnas, pero concentrando sus fuerzas en
el fortìn más débil, el de Guadalupe.
Mientras que la primera columna buscaba tomar el baluarte norte del
fortìn, la segunda intentarìa roderlo para atacarlo por su parte más
desprotegida. Nuevamente, las fuerzas
del Estado de México, apoyadas en esta ocasión por los cazadores de Morelia,
repelièron el ataque y el Batallòn Reforma, de la Brigada Lamadrid, que se
había quedado en el llano, contuvo el avance de la columna que quería rodear el
cerro, la cual acabó por dispersarse en su ladera oriental. La tercer columna francesa, que intentaba
avanzar por el llano e iniciar el ataque por la ladera sur del cerro, fue contenìda
por los rifleros de San Luis y los cuerpos oaxaqueños de la Guardia Nacional,
comandados por el flamante general Porfirio Dìaz.
Por fin una de las escaleras improvisadas consiguió colgarse de los
muros de Guadalupe, pero los soldados que lograron escalar fueron eliminados
pocos metros despuès de iniciar su marcha por el terraplén del fortìn, víctimas
de las líneas de defensa establecidas en torno de la iglesia. Del otro lado del cerro, junto al fortìn de
Loreto, las unidades a caballo del general Àlvarez recibieron órdenes de cargar
por el flanco derecho de la columna que seguía desgastándose por el baluarte
norte.
En el llano, las fuerzas de Porfirio Dìaz, tras contener a los Cazadores
de Africa, consiguieron hacerlos recular e iniciaron su persecución hasta las
cercanías de la Hacienda de Renterìa, utilizada como cuartel por los franceses
la mañana de este día. Una fuerte lluvia
que dificultaba aún más las tentativas de ascenso por el cerro, acabó por hacer
fracasar los afanes de los franceses, cuyo cuartel general ordenó la retirada
general.
Aunque las unidades de los generales Dìaz y Àlvarez intentaron continuar
la persecución de los franceses, la disminución de la luz debido a la hora, acelerada
por las nubes de lluvia, obligò a ambas fuerzas a concluir las operaciones.
Poco antes de las seis de la tarde, Zaragoza envió a la capital del país
uno de los telegramas más cèlebres de la historia de México, en el que
informaba sobre la victoria: “Las armas nacionales se han cubierto de gloria,
calculo la pérdida del enemigo de 600 a 700 hombres entre muertos y heridos;
400 habremos tenido nosotros”; decía en el fragmento final.
En su parte oficial firmada el 9 de mayo, Ignacio Zaragoza, el general
coahuilense (naciò en Texas en1829 cuando ese territorio era mexicano
perteneciente al Estado de Coahuila) de 33 años que nunca en su vida puso un
pie en una escuela militar, resumìa lo ocurrido con sencillez y precisión: “El
ejército francés se ha batido con mucha bizarrìa, pero su general en jefe se ha
portado con torpeza en el ataque”.
La batalla del 5 de mayo, aunque militarmente no fue decisiva, tuvo una
gran importancia desde el punto de vista moral, porque levantò de un golpe a la
República del fango de la degradación y cobardìa, en que sus enemigos la
suponían hundida.
Cuando se supo del fracaso de las tropas francesas en Puebla---publicò un
periódico francés---la admiración fue considerable en Europa y la emoción
profunda en Francia. . . todos se sentían estupefactos al encontrar semejante
resistencia en un pueblo que consideraban, no sin complacencia, sin fuerza y
sin ejército, una especie de conjunto de tribus sin cohesión, más bien que una
nación organizada. . .”
Maximiliano y Carlota: Semblanza.
Maximiliano era
un espíritu de artista, imaginativo, amante de las quimeras, capaz de gobernar
un pacífico Principado italiano, rodeado de artistas y escritores, pero falto
de energía para enfrentar los problemas de un país como México, donde la guerra
civil había exacerbado y hecho irreconciliables los odios de partido. Brillante
conversador, con delicadas aficiones estèticas, bastante sugestionable amen de frìvolo
y superficial, sobre todo carecía de dotes guerreras y políticas, que eran las
más necesarias en el puesto que iba a desempeñar.
Su mujer, más inteligente, de instrucción más sòlida, con una voluntad
casi viril, polìglota de varios idiomas y bastante ambiciosa, influyò
decisivamente en la aceptación de la Corona de México. Sin embargo, no permitió que esta fuera
apresurada, ya que antes, y cuando se le propone por primera vez al Archiduque,
sólo da su aceptación condicional siempre que la mayoría del pueblo mexicano lo
llame.
Maximiliano
Emperador.
En vista de la
condición impuesta por Maximiliano, la Regencia Gubernativa mexicana ayudada
por el ejército francés (que entonces dominaba gran parte del territorio
nacional) se encarga de recoger firmas en todos los lugares ocupados por èste,
y así se cumple con el requisito impuesto por el archiduque, llevando las actas
respectivas la misma comisión mexicana encabezada por Gutièrrez de Estrada con
las firmas acomodadas fraudulentamente como aceptadas todas a Maximiliano.
Entonces el archiduque, creyendo, ingenuamente, contar con la anuencia y
aceptación de la mayoría de los mexicanos, da su consentimiento y aceptación y
frente a una mesa en la que estaban amontonadas las actas de “adhesión” al
imperio (desde luego actas apócrifas; la clásica mexicanada) presta su
juramento de procurar por todos los medios a su alcance el bienestar y la
prosperidad de su nueva Patria, defender su independencia y conservar la
integridad de su territorio. Carlota
Amalia repitió el juramento en un español casi perfecto. Finalmente, en un acto humillante y
fingidamente teatral, se arrodillan los comisionados mexicanos para dar gracias
a Dios.
Como dato adicional es preciso que en esta historia se consignen los
nombres de los once execrables traidores mexicanos que fueron a entregar el
país a un gobernante de una naciòn extranjera: Juan Nepomuceno Almonte, Josè
Marìa Gutièrrez de Estrada, Ignacio Aguilar y Morocho, Francisco Javier
Miranda, Joaquìn Velàzquez de Leòn, Adriàn Woll, Antonio Escandòn, Antonio
Suàrez de Peredo, Àngel Iglesias y Domìnguez, Josè Marìa Hidalgo y Josè de
Landa.
Pero antes de abandonar el país, fueron informados (Maximiliano y
Carlota) por la cancillerìa imperial que Maximiliano debía firmar un pacto de
familia por el que renunciaba para siempre por cuenta propia y la de sus
herederos, si llegara a tener, a todos los derechos de sucesión por el trono de
Austria.
Esto estuvo a punto de dar al traste con la aceptación al trono de México,
pues la renuncia estaba redactada en los términos que, sin salvar las
apariencias, sin el menor pudor, se le despojaba completamente de todos los
derechos, no sólo dinásticos y privados, sino también de sus rentas y su
fortuna futura; con el cuchillo en la
garganta se le declaraba civilmente muerto.
Pero al fin, obligado por las circunstancias y por Napoleòn el Pequeño,
Maximiliano firma aquel convenio de familia, que es una especie de muerte
civil.
El mismo día en que acepta la Corona, firma también Maximiliano el
tratado que, desde el 5 de marzo pasado, negociara en la residencia del monarca
francés, “Las Tullerìas”, por el cual se obligaba a èste a mantener en México
un ejército de ocupación de no menos de veinticinco mil hombres, que quedarìa a
las órdenes de Maximiliano durante seis años, y se iría reducièndo anualmente
en cuanto se fueran organizando tropas mexicanas para substituirlo. El mando de estas, cuando actuaran
conjuntamente con las francesas, se daría siempre a un jefe francés.
De los gastos de la guerra erogados hasta el 1º de julio de 1864, tiempo
en que apenas había Maximiliano llegado a México, México pagarìa a Francia 270
millones de francos más 76 millones en títulos del emprèstito mexicano que se
iba a contratar, con un interés anual del 3%; y, desde la fecha susodicha en
adelante, pagarìa 100 francos anuales por cada soldado francés, y cuatrocientos
mil francos por cada viaje de transporte, de los que se harían dos mensuales. Maximiliano reconocía, además, los créditos
franceses, inclusive el de Jecker.
Aparte de estas estipulaciones públicas, había varias claùsulas secretas
en el Tratado, por una de las cuales el archiduque se comprometìa a seguir una
política liberal en su gobierno y por otra Maximiliano aceptò que los 38 000
soldados del ejército francés existentes en México se redujeran a 28 000 en
1865, en 25 000 en 1866 y a 20 000 en 1867; a partir de entonces sólo quedarìan
8 000 elementos de la legiòn extranjera y no soldados de línea franceses. Finalmente se obligò a respetar la venta de
bienes del clero llevada a cabo bajo las leyes de reforma, pues una buena parte
de compradores habían sido ciudadanos franceses y seguramente vendrían más.
Como se comprenderà por lo anterior, este Tratado de origen debía
ocasionar el fracaso financiero y político del nuevo imperio, ya que ni México
estaba en condiciones de pagar sumas tan considerables, aún tenièndo en cuenta
que el franco francés estaba a 5.50 por peso mexicano, y por lo pronto debía
muy pronto de declararse insolvente, pues se reconocían créditos por 173
millones de pesos, casi el doble de la deuda externa ya existente; ni los
conservadores que eran los únicos que estaban conformes con la fundación de la
monarquía, se habían de avenir a que èsta siguiera una política liberal.
Maximiliano y Carlota, acompañados de un sèquito numeroso y llevando
ocho millones de francos (un millón y medio de pesos mexicanos aprox.), se
embarcan en Trieste, en la Fragata de guerra austriaca “Novara” rumbo a
México.
Primero llegan a Roma a recibir la bendición papal; el Pontìfice, Pio
IX, les dispensò las distinciones reservadas a los reyes y les diò de propia
mano la comunión. También tuvieron conversaciones
en privado, sin que se llegase a abordar el asunto de los bienes
eclesiásticos. El Papa tenía la
seguridad que el joven monarca se los devolverìa, y èste creyó que el Sumo
Pontìfice era incapaz de esperar de él semejante indignidad,
Por fin, hoy 28 de mayo de 1862, desembarca la imperial pareja en
Veracruz, y es recibida con tal frialdad por la población, en que predomina el
elemento liberal, que la Emperatrìz no puede contener las lagrimas.
Pero en los siguientes tramos del camino a México, empezaron a toparse
con agradables sorpresas: Tupidos bosques de hermosos arboles; nopaleras,
magueyales, manchas de biznagas y otras cactáceas; parvadas de guacamayas, colibríes,
cacatùas de incomparable belleza (a pesar del nombre) y gran variedad de
extraños pájaros; mantos de hortensias silvestres, orquídeas y olorosas flores
de color encendido, sin faltar las hermosas amapolas; Rìos y arroyuelos de
aguas transparentes, nubes de mariposas recortándose sobre las nieves del Pico
de Orizaba, y finalmente, ya muy cerca de México, las siluetas del Popocatèpetl
y y el Iztaccihuatl.
Las jubilosas manifestaciones de Orizaba, Còrdoba y Puebla, fueron como
un magnìfico preludio para la apoteósica recepción en la Ciudad de México: El
país abundaba en elementos con los cuales podrían reverdecer la gloria de los
Habsburgo que rigièron a la Nueva España por espacio de 2 siglos.
Y a Maximiliano corresponderìa
revivir esa gloria.
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